DEL CUENTO A LA PALABRA


(Apuntes para una conferencia-espectáculo)


Quizás Fue el desconcierto la primera sensación “CONFERENCIA ESPECTÁCULO”. Dije que sí a sordas, más que a ciegas porque la propuesta venía de quienes venía  pero al volver a casa me asaltó el vértigo que supone intentar conciliar dos conceptos aparentemente opuestos: el uno serio, comedido, mesurado; el otro deslumbrante, vivo, seductor...

Y fue entonces el juego de inventar calificativos a ambas definiciones el que tejió  la red en la que danzaban el uno y la otra: ambos desvelan, descubren, muestran; en una, las verdades están, supuestamente, probadas; en otro se hacen verdades a medida que se hace ese camino común por donde avanzan el cuentero, el cuento y quien le escucha. ¿Quién cuenta y quién escucha?

Intentar una verdad absoluta en este asunto complicado de los cuentos es casi un absurdo porque en este oficio, más que en otros es definitivo y definitorio lo del “maestrillo y su librillo”.

En todos los cuenteros hay una esencia común, unas ganas un miedo y hasta una ilusión y luego... la apariencia delata a cada quien sus entresijos, sus miedos, sus luces y   sus sombras. La única verdad es el cuento, nosotros (cuenteros) somos el medio, el vehículo que éste escoge (aunque parezca lo contrario) para llegar a la oreja que es donde, definitivamente, la historia vive y se multiplica.

Ahora viene la pregunta obligada. Poniéndome del lado de la oreja es donde descubro que lo que queda, más que el propio cuento, es la palabra, esa que, por consabida, atraviesa como una puñalada, o la que es nueva y desconcierta, o esa tan vieja que se antoja como recién estrenada.

Cuando el cuentero es “pozo evocador de la memoria” (FEDERICO MARTÍN) es cuando la historia se hace verdad y si no es comprensible, me remito a  “Las Ciudades Invisibles”, de Italo Calvino, donde las ciudades existen porque alguien las nombra y como en un intercambio de roles el emperador que escucha quiere también conquistar  oír de sus propias ciudades, las que su imaginación nutre, funda, conquista, alimenta.

Cada palabra es un pretexto para que el cuento llegue a su destino, más o menos arropado, más o menos definido. A ese suspiro del final, a la carcajada, al aplauso, a la sonrisa o al silencio porque hay cuentos “burbujas” con los que el corazón se suelta y vuela, tanto vuela que la cabeza es incapaz de ordenar a la mano un aplauso por miedo, tal vez, que al batir las alas, pueda perderse en un viaje sin regreso.

Somos, ahora mismo, muchos cuenteros, y quizás sólo algunos los son o los somos porque no en todos se percibe esa predisposición a desnudar los más auténticos laberintos de su ser o de su alma (LA AUTÈNTICA VERDAD DEL CUENTERO)

Hay quien se lanza a la deriva sin tener claro que más que un medio, es un estilo de vida, un juego peligroso que te atrapa   y, al atraparte, ciega o deslumbra, que es lo mismo desde perspectivas diferentes.

Cuando escucho historias que tengo en mi repertorio percibo que son diferentes las palabras, las voces  los gestos que las dicen pero la esencia es la misma. Ahí están la magia y la razón de este oficio. (ENCONTRAR PALABRAS PROPIAS PARA DECIR AQUELLO QUE AL PARECER TODOS SABEMOS).

Más que su voz el cuentero es palabra porque cada palabra le nace   a cada narrador desde lugares diferentes, aunque la tradición y el estereotipo pretenden marcar con hierro un lugar a cada cosa, el amor de cada quién está en un sitio distinto, así como el odio, la rabia, los celos, el olvido, el recuero. En algunos surge al mínimo roce, en otros hay que hurgar en profundos rincones, de ahí que cada historia sea diferente en cada voz.

¿Cuándo es universal una historia? Cuando una o varias palabras tejen un camino común que afianza esa palabra única que define la historia. Esa raíz común a los mortales que tiene su sustento en el recuerdo o en el NO RECUERDO, es decir, cuando recordamos lo vivido o cuando en la escucha recordamos un hueco, un vacío y la historia nos lo llena, recordándonos que hubiésemos querido vivirlo.

No siempre, afortunadamente, los cuentos dejan por colofón la moraleja, moral o moralina, sin embargo son casi siempre infalibles aquellos que dejan al oyente la posibilidad de elegir qué camino tomar mientras transcurre la historia o cuando esta se acaba, dejándonos hacer lo que queramos con todo lo que ha venido a la memoria.

Del cuento literario nos seducen palabras, algunas las respetamos, otras las cambiamos para que sea creíble la historia que narramos (nuestra historia), en él, la narración tiene una estructura deliberada que muchas veces frena la comunicación oral.

El cuento popular, en cambio, tiene muchas ventanas, palabras o sucesos que cuelgan, conflictos que se enuncian y que en ellos se descubre la clara  intención de entretener y de ayudar a definir, más que de enseñar o adoctrinar.

Cuando piden cuentos a la carta no puedo evitar un pellizco.  No se cuenta, al menos yo, para educar en valores, para entender la interculturalidad. Cuento porque el cuento me supone todos los valores y me abre a todas las culturas. Me hago, como casi todos, a las demanda actuales pero en el fondo sólo cuento aquellas historias que me seducen o enamoran, aquellas que portavocean una memoria común de la que soy parte (AHÍ ESTA EL VALOR).

Memoria común, patrimonio de todos, matrimonio de algunos. El cuento es para el hambre (todo hombre tiene dos hambres) por eso siempre que llegue a punto y a tiempo será la palabra que todos buscamos.

Y Dios dijo: “Hágase la luz y la luz se hizo”. La palabra fue antes,  sólo nombrándolo pudo Dios alumbrar el mundo, entonces ¿Fue el mundo el primer cuento?

Ahora, a estas alturas, la palabra es como un candil pequeño, pequeñísimo que se atreve a alumbrar caminos de apariencia trillada para encontrar huellas perdidas en la vorágine absurda de las prisas. La fascinación del cuento está en la palabra desatada; pájaro que parece perderse en el abismo del silencio; pero que no se aparta de la estela que dejan el narrador y el oyente en la comunión de sus memorias, de sus afectos.

El cuento vive más allá del instante en que es contado porque como campana se queda temblando la palabra evocadora de esa energía común que es el recuerdo.

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