por Antonio Rodríguez Almódovar
Al revisar los textos que componen este libro he experimentado no pocas emociones y vuelto a meditar sobre los fundamentos de esta ardua y misteriosa cuestión: los cuentos populares. Siempre es bueno volver a los orígenes. En mi caso, a aquellos primeros titubeos de comienzos de los setenta, cuando ya había vislumbrado el horizonte de esta inmensa tarea, no sin cierto estremecimiento, y buscado mis primeros cuentos por pueblos andaluces y en mi propia memoria infantil. De ésta última confieso que apenas extraje un cúmulo borrascoso de cuentos de mucho miedo, como aquel en que el alma del difunto vuelve de madrugada a recuperar lo que una niña desobediente le ha quitado del cuerpo en su propia tumba, el hígado, para alimento inconsciente de la familia. Un cuento, por cierto, que sigue apareciendo en todas las recopilaciones que aún me llegan de los distintos equipos con los que trabajo. Como también llega el otro, aún más tenebroso, de Periquito y Mariquita , dos hermanos que son sometidos a una prueba de habilidad por sus propios padres, de modo que el que pierde –siempre el niño- es devorado por ellos poco a poco, mientras la hermanita, en cambio, se niega a participar del festín, en medio de un mar de lágrimas. Es más, irá recogiendo los huesos de su hermano en una bolsa, para enterrarlos en el corral, de donde brotará un naranjo, o un manzano, que dará ricos frutos. Cuando los padres van a cogerlos, el árbol hablará: “No, que me mataste, me comiste y no me lloraste”. En cambio, se lo permitirá a la hermana: “Sí, que me guardaste, me enterraste y mi lloraste”.
A cualquiera que haya leído algo de antropología de los llamados pueblos primitivos, este último asunto le recordará a numerosos ritos de fertilidad que tienen como fundamento el enterramiento de los huesos. Y si sabe algo de mitologías antiguas, le será imposible no asociarlo también con la historia de Isis y Osiris, los dos dioses hermanos, fundamentales en la religión del antiguo Egipto y de una zona muy amplia del Asia Menor y de toda la cuenca mediterránea -incluidas las vírgenes negras de España-. Tras cometer incesto, incluso en el vientre de su propia madre, pues eran mellizos, darán origen a una infinidad de peripecias, historias y ritos derivados, cuyo final es también el continuo resucitar de Osiris, enterrado por Isis, tras reunir todos los miembros desperdigados del hermano y luego de llorarle. Y esto de tal forma, que provocará las crecidas anuales del Nilo. La pregunta, naturalmente, es: ¿por qué los iletrados campesinos andaluces siguen repitiendo esta historia tan vieja como la humanidad misma, y que desde luego no han leído en ninguna parte, entre otras razones porque no saben leer?
En cuanto a la otra historia, la del hígado, es obvio que contiene residuos de prácticas todavía más antiguas de antropofagia ritual, en un cuento cuyo evidente mensaje es disuadir de tales hábitos a la comunidad (se creía que con ello se adquirían la fuerza o la sabiduría del patriarca difunto), para hacer posible un feliz descanso en la otra vida. Pero lo más interesante de este cuento es lo que descubrí años después, cuando empezaron a llegarme versiones humorísticas del mismo, sólo que transformado en una historia de pedos estruendosos, con los que el padre dormilón logra ahuyentar a La Media Carita ( o Media Lunita), un trasgo que le ha salido al paso a la niña cuando iba a la tienda y del que ésta se ha burlado. Nunca se me olvidará la cara de asombro que puso Claude Bremond cuando me escuchó contar esta historia dual –la tenebrosa y la humorística- en un coloquio internacional que se celebró en La Sorbona en 1987. Y no es para menos, pues yo mismo acababa de descubrir algo todavía más portentoso que la conservación de estos raros vestigios: la construcción del propio modelo binario en que se basa la cuentística de tradición oral, a todos los niveles. Primero, en el seno de cada cuento, con dos secuencias, de las cuales la segunda está muchas veces perdida (y hay que buscarla). Segundo, elaborando historias alternativas, cuyo caso más llamativo es sin duda el de El príncipe durmiente en su lecho, publicado, creo que por primera vez, en el tomo X de la Biblioteca de tradiciones Populares de Machado y Álvarez; es decir, todo un “ Bello Durmiente”, contrapunto masculino de La Bella Durmiente, pero hecho desaparecer por la presión ideológica fabricada en el seno de la pequeña burguesía europea alrededor del arquetipo femenino. (Los mismos hermanos Grimm contribuyeron no poco a este descalabro, al eliminar de su versión del cuento toda la segunda parte, donde precisamente radica la recuperación moral de la heroína y su papel activo y valiente en una historia reparadora de su propia dignidad como mujer).
Pero también el modelo dual enfrentaba grupos de cuentos, como todos los de princesas encantadas, frente a los de príncipes encantados, estos últimos generalmente ignorados también en la colecciones escolares, o para leer en casa, siempre al servicio del “ideal” femenino y del papel dominante de los hombres sobre las mujeres. En ese “ideal” ninguna mujer que se precie podía escalar los altos muros de ningún castillo donde estuviera secuestrado un príncipe. El pueblo llano, en cambio, no lo entendió así. De hecho, si se examinan atentamente los repertorios folclóricos de confianza, suele haber tantos cuentos de príncipes “encantados” como de princesas “encantadas”. Es más, ese mimo saber popular construyó innumerables historias satíricas como contraste de los cuentos maravillosos, en las que se vapulea sin recato a la autoridad, a la nobleza y al macho dominante. Hay muchos cuentos en los que un vulgar pastor consigue vencer las pruebas que pone el rey para casar a su hija, con finales satíricos, incluso escatológicos, muy variados. Pero el ejemplo siempre digno de recordar de esta sátira implacable es La mata de albahacas o La niña que riega las albahacas, naturalmente con sus dos partes completas, que cuando aparecieron por primera vez en mis Cuentos al amor de la lumbre (1983), todavía provocaron escándalo en ciertos ambientes.
Y por sólo citar el último caso extraordinario de esta concepción binaria del cuento, ahí están El gallo Kirico y El medio pollito, en permanente armonía de contraste entre lo que significa un gallo presumido que no logra su propósito (aprovecharse egoístamente de los demás para resolver su exclusivo problema, haberse manchado el pico de caca), y otro más humilde –como que ni siquiera está entero- que sí alcanza lo que se propone: nada menos que el rey le haga justicia, devolviéndole un dinero que le prestó, y justo con la ayuda de los demás. (Por cierto, me han llegado noticias últimamente de que este cuento interesó mucho a Jacques Lacan, en lengua francesa, en uno de sus seminarios). Pues ni que decir tiene que se trata, también, de otro cuento enormemente extendido por el mundo, y del que sólo en lengua inglesa se conocían más de cien versiones a comienzos del siglo pasado. En cuanto a El gallo Kirico, me contaba una narradora oral, hace pocos años, que se había servido de él en París para enseñar francés a los inmigrantes venidos de innumerables lugares, de África como de Europa oriental y aun de más lejos, dado que la mayoría de aquellas personas conocían esa historia.
Aquí será preciso apuntar siquiera en qué estriba la acariciada universalidad del cuento folclórico. Digo acariciada, pues sigue constituyendo un poderoso atractivo intelectual, que los comparatistas del XIX –y todavía algunos folcloristas actuales, que siguen utilizando su farragosa utillería - llevaron a tales extremos en sus descomunales inventarios y estudios comparativos, que bien pudo decir de ellos Vladimir Propp, sarcásticamente, que habían llegado a la formidable conclusión de que “los cuentos parecidos se parecen”. Lo cual no sirve absolutamente para nada. En realidad, el problema hace tiempo ya no es el de seguir acumulando versiones originales de cuentos –aunque nunca está de más esa tarea-, sino de encontrar el método adecuado para estudiarlos. Pues bien, ese método es sin duda el que se deriva de los propios estudios de Propp, desarrollado en Francia por los estructuralistas y parcialmente en Estados Unidos por el círculo de Alan Dundes. Alemania y otros países europeos, fuertemente deudores de la herencia de los Grimm, siguen resistiéndose a aplicar los descubrimientos de Propp, científicamente revolucionarios. A ellos dedico en este libro bastantes páginas, así como a mi propio modelo, el del arquetipo del cuento, que también deriva de Propp, más ciertas aplicaciones analógicas del mismo concepto en la psicología de Jung y su escuela. También utilizo otros puntos de vista fundamentales entre antropólogos, semiólogos y filósofos de distinto relieve : Lévi-Strauss, Roland Barthes, Michel Foucault, Althusser, Erich Fromm y, más recientemente, Marvin Harris o Eris A. Havelock.
En esa perspectiva múltiple – y a veces contradictoria, como es el caso de Harris contra Freud- se desarrollan la mayoría de los textos reunidos en este libro, amén de numerosos conceptos ya implícitos en el discurso contemporáneo, debidos a otras disciplinas. Así, de la gramática generativa, los conceptos de estructura superficial y estructura profunda –ni Chomsky hubiera soñado un material tan idóneo para probar sus formulaciones como ese de la estructura invisible, pero bien sólida, de los cuentos maravillosos-; de la gramática del texto, en particular, las recurrencias, sin las cuales los cuentos populares ni siquiera se podrían articular; de la pragmática, la premisa de que es el acto comunicativo de contar un cuento lo que le da su pleno sentido; del marxismo en general la oposición entre conciencia enajenada (falsa conciencia)/ conciencia auténtica ( o simplemente conciencia). Común a todas esas especialidades es, me parece, la idea cada vez más aceptada de que existe un más allá de las palabras, del texto y del discurso, que no es una mera nebulosa mental, sino algo formal y estructurado en alguna parte de los usuarios de las lenguas. En la hipótesis de Whrof, es la semántica de una lengua la que moldea los pensamientos. En Greimas, se trata precisamente del objeto de estudio de la semántica estructural, que pertenece propiamente a las lenguas concretas. También de Greimas conviene retener el concepto de isotopía, como línea de significado que hay debajo de cada discurso –vale decir, de cada cuento-, formando generalmente contraste con la línea de otro discurso –de otro cuento o de otra narración-. (Este planteamiento, así como el de la estructura significativa, los utilicé especialmente en mi libro La estructura de la novela burguesa, como intento de explicar también la narración literaria occidental por excelencia) .
Pero también ese sentido que está más allá de las palabras parece pertenecer a las macroestructuras culturales, algunas de ellas alojadas en el inconsciente colectivo común en amplias zonas del mundo, con sus determinaciones psíquicas y materiales, y a esquemas todavía más profundos, que dan explicación a determinados hechos sorprendentes, de siempre señalados por los estudiosos. Así, el caso observado por Franz Boas, folclorista americano, hace muchos años, acerca de la composición interna de los cuentos de los indios chinook: cinco hermanos tienen la misma aventura, sucesivamente. Los mayores fracasan, pero el más joven, de modo invariable, triunfa. Ocurre exactamente lo mismo en los cuentos indoeuropeos en que un rey pone a prueba a sus hijos para legar la corona, con la única diferencia, no significativa, de que aquí suelen ser tres hermanos. Lo más interesante de esta semejanza es que la primera parte del planteamiento –someter a prueba para establecer quién es merecedor de algo- aún podría tener un contenido histórico, por el que los pueblos más alejados entre sí deciden operar imaginariamente de la misma manera para resolver los mismos problemas, generalmente los del poder. Pero el hecho de que el ganador sea siempre el más pequeño ya parece adentrarse en los contenidos psicológicos, que hacen del hermano menor el símbolo de la inteligencia personal.
De esta combinación de lo histórico y lo psicológico nace la interpretación más aceptable, hasta el momento, de cómo, cuándo y porqué en lugares tan distantes surgen cuentos tan parecidos. Y también se lo debemos a Propp: ocurre cuando los pueblos, en su evolución, recorren etapas materiales semejantes. Se producen, entonces también, cuentos semejantes. La más importante de estas etapas fue, en el marco indoeuropeo, la crisis del Bajo Neolítico, que fracturó radicalmente la trayectoria de la humanidad de cazadores y recolectores, convirtiéndola en historia de poseedores y desposeídos. Por raro que parezca, de esa misma fractura surgió, como sentimiento de rebeldía contra un sistema injusto en la distribución de la riqueza agroganadera, los más inesperados tesoros del ser humano: la libertad y la razón, entre ellos. Ésta última como consecuencia del proceso de desacralización del mito, en cuanto literatura sagrada, tal como ocurrió en la Grecia preclásica y en todos los pueblos que han seguido esa misma secuencia: servir al discurso sagrado, exclusivo de los reyes poetas, del chamán o del mago, par luego romperlo, como punto de partida para la formación de la conciencia crítica del pueblo desposeído, y a partir de ahí, la razón, el derecho y la libertad.
De este modo, la existencia del cuento popular, burlando fronteras lingüísticas y políticas, alumbra, además, la hipótesis, ciertamente perturbadora, de que ese era el camino que, en plena turbulencia neolítica, la humanidad pudo recorrer para dotarse de un discurso explicativo común de lo que estaba pasando, al modo de terapia para no enloquecer colectivamente, entre otras cosas. La propia solidez de la estructura del cuento maravilloso, por debajo de un sin fin de historias de apariencia caótica, da a entender que todo ese discurso múltiple se fraguó para dar respuesta a los problemas sociales y preparar el salto a la emancipación individual y colectiva cuando mejor pudiera ocurrir, con arreglo a nuevas condiciones materiales inimaginables entonces. Que esas condiciones pudieran estar dándose ya en nuestro tiempo – crisis profunda de la familia, recuperación de la dignidad femenina, reparto indirecto de la riqueza en las políticas sociales del Estado del bienestar- no es algo que debamos descartar, también, como posible explicación del gusto actual, el atractivo, por los cuentos orales auténticos, en sus formas más remotas posibles. Al final de este libro cuento mi experiencia de haber llevado a la televisión uno de hasta tres de esos cuentos primordiales del campesinado andaluz, con sorprendente y notable éxito de audiencia. A ello debo añadir la alta difusión que alcanzan esos mismos cuentos en su forma escrita. En sentido contrario al de todo este último planteamiento, cabría interpretar la cultura ilustrada, paralela al desarrollo de las sociedades burguesas, como cultura equivocada, particularmente a partir del momento en que las religiones sacerdotales se erigen en intérpretes de un modelo del mundo que nada tiene que ver con la realidad, sino con la fábula indemostrable del Más Allá. También aquí los síntomas de agotamiento, de eclecticismo radical en el arte, en la literatura y en la filosofía de nuestro tiempo (la tan socorrida posmodernidad) resultan harto elocuentes.
Pero, además de aquel esquema dualístico al que hay que referirse constantemente, existe otro ternario, o triangular, en los cuentos populares. Es el que se refiere a la organización general del conjunto de todos ellos, según la clasificación en tres grandes grupos de cuentos: maravillosos, de costumbres, de animales. Los primeros ayudan a descubrir en los niños, y a mantener en los adultos, el proceso de simbolización y el poder constructivo de la imaginación pura, aunque no aleatoria. Hasta el revolucionario descubrimiento de Propp de que todos los cuentos “de hadas” poseen una estructura formal interna paradigmática (las 31 famosas funciones ) se podía divagar alegremente acerca de la fantasía popular, y por ende de la culta, como si fuera aquella masa gaseosa a la que antes aludíamos, imposible de aprehender y, por descontado, perfectamente inútil para los usos del homo habilis . Los segundos, los de costumbres, son aquellos cuentos donde la fantasía inverosímil ha desaparecido, o de la que sólo restan elementos sueltos, y construyen la “realidad verosímil” (por supuesto, sólo una praxis denotativa), hacia el discurso crítico-moral colectivo. Para ello, como ya hemos apuntado, tienen muy a menudo como referente el esquema del cuento maravilloso, aunque sea para burlarse de él con un nuevo discurso satírico demoledor. Cierto que en este segundo gran grupo se colaron los cuentos misóginos, pero es preciso advertir enseguida que son los más tardíos, como corresponde a la etapa de asentamiento de la sociedad agraria, la medieval, dominada por los complejos derivados de la propiedad privada de la tierra y sus distintas metáforas, entre ellas la doncellez de las mujeres casaderas, como un valor negociable en el mercado social, y de la mujer casada como una auténtica propiedad del marido. No es casualidad que tales cuentos se propagaran principalmente en ese oscuro periodo de la humanidad, justo con la proliferación también de los cuentos misóginos de origen oriental, por vía culta, cuyo “ejemplo” máximo es el Sendebar. No aludo con esto a ninguna conexión formal entre las corrientes culta y popular de este tipo de cuentos -que no la hubo, como tampoco entre los de las otras dos clases, salvo muy contados casos-, sino a que el clima social y la ideología dominante forzaron también a las clases populares a creer que los hombres son superiores a las mujeres. Aquí el contacto entre Oriente y Occidente, justo es decirlo, resultó nefasto. Nada de eso se atisba siquiera en los más antiguos cuentos, que son los maravillosos, forjados en los umbrales de la humanidad de agricultores.
La tercera clase de cuentos son los de animales. Estos constituyen, desde muy antiguo (en algunos registros primarios, como el sumerio, son más abundantes incluso que los otros), un subsistema común a las otras dos clases, por vía de prosopopeya o, más abstractamente, por vía metafórica. Unas veces, entre la zorra y el lobo lo que se dirime es ni más ni menos que quién se como a quién, o sea, quién manda de los dos o quién es el más listo. “Naturalmente”, siempre gana la zorra. Es decir, este tipo de cuentos no fue contaminado por la ideología machista, posterior, o si lo fue resultó para alumbrar la idea de que las metáforas masculinistas del poder y la propiedad sólo aparentemente fueron aceptadas por las mujeres. Otro gran grupo de cuentos de animales son los encadenados, y aparentemente disparatados, como los ya referidos del gallo Kirico y su oponente estructural, el Medio Pollito . De hecho, son los cuentos que ayudan a edificar el primer andamiaje mental de los niños, lo que Antonio Machado llamó “las entendederas”. A ese asunto crucial dedico también bastantes páginas. En ellas no es ajena la excitante analogía de estas tres clases de cuentos con el universo mental del antes mencionado psiquiatra francés, Jacques Lacan: lo simbólico, lo real, lo metafórico .
Y con ello y con la anterior alusión machadiana ya nos acercamos a otro núcleo de cuestiones fundamentales: las pedagógicas del cuento. Lo verdaderamente extraordinario de esta poderosa maquinaria (centenares de cuentos viajando de aquí para allá, con la sola voz y al margen de los libros, durante siglos y por innumerables países de esa extensa zona a la que nos venimos refiriendo, desde la India al Cabo San Vicente), es que no solo pretendían llevar sus mensajes primordiales de un lado a otro: contra el incesto, contra la violación, contra el rapto, o incluso con claves muy profundas en pro de la perspectiva del amor -lo único no comerciable para la nueva conciencia, en cuentos bellísimos como El príncipe lagarto (antecedente de La Bella y la Bestia)-; o con otras claves a favor de las mujeres, etcétera; sino que, a través de ese torbellino de cosas, aún pretendían un objetivo más profundo y más ambicioso: formar adecuadamente la mente de los niños, la capacidad misma de entender y recordar, la inteligencia y la memoria. Repito, además de liberarnos tempranamente del riesgo traumático, conforme sostienen los psicólogos del círculo de Jung y de Bettelheim. (“Los cuentos son una medicina”, ha llegado a afirmar Pinkola Estés). De hecho, a los niños de hoy les siguen seduciendo estos cuentos aun en sus formas escritas –muchos maestros me han manifestado que esta clase de historias poseen “un gancho especial” para sus alumnos y les ayudan a aprender a leer rápidamente-.
En realidad, lo que sucede es que la cultura folclórica, en su conjunto, es un discurso correlativo al de la adquisición del lenguaje, y así eran inseparables ambas cosas en la pedagogía informal, cuando los niños no iban a la escuela. Y ahora que van, ¿quiere decirse que ya no es necesaria esa cultura? En mi opinión, resulta todo lo contrario. El desvalimiento del niño en el seno de la escuela positivista lo ha dejado a merced de la manipulación ética más destructiva, elaborada astutamente por la cultura de la clase dominante. De ese desvalimiento, y del fracaso de la escuela positivista (vean cómo anda el mundo salido de sus esquemas educativos, en aplicaciones clasistas) se deduce que al menos ciertos elementos de la cultura de raíz popular, como los cuentos orales, no solo no han perdido actualidad en la difícil tarea de enseñar, sino que ha sonado una nueva hora para su recuperación. Y es fundamentalmente por ese otro valor formativo, que está más allá incluso de los contenidos o los valores éticos; está en la capacidad para construir bien la arquitectura de la inteligencia, justamente por el juego permanente y de aspecto caótico que vuelcan en ella esa muchedumbre de cuentos de las tres clases, con sus estructuras binarias y ternarias, contrastivas y recurrentes, es decir, por lo bien construidos que están, con arreglo a una gramática profunda, dialógica, y, como tales, alumbradores del pensamiento crítico y autocrítico.
Más todavía, la lectura de la fase principal de los cuentos maravillosos, la que se refiere a la entrega del objeto mágico al héroe o heroína, ha conducido a una de las reflexiones más lúcidas de nuestro tiempo acerca del enigma y el problema de la libertad individual, en un mundo agroindustrial precisamente construido para el disfrute de unos pocos. Esa lectura produjo los más intensos debates que se recuerdan, entre los años 60-70, en torno a la situación del objeto mágico en el centro de la estructura significativa del cuento maravilloso, a partir del hecho constante, inalterable, de que dicho héroe o heroína jamás alcanzan su objetivo -la reparación del mal y el restablecimiento del orden social roto-, si no es con la ayuda externa de ese objeto, pero siempre después de haber demostrado ser valientes, audaces y generosos. ¿Qué significa esto? A mi entender, siguiendo otra vez a Barthes, a Greimas, a Bremond..., a Propp, naturalmente, que no es posible ningún discurso total y totalmente explicativo del mundo, sino que hay que abrirse a lo desconocido. Todos los críticos del marxismo, del psicoanálisis, del estructuralismo, han certificado que esa cualidad totalizadora no existe para ninguna teoría ni para la realidad misma, sea esto lo que sea, o por lo menos para ninguna teoría que no tenga en cuenta a las demás. De ahí las fecundas interconexiones entre esas disciplinas, y lo mucho que nos queda por hacer, por ejemplo, analizando las similitudes entre los grandes cuentos maravillosos y los sueños recurrentes de pacientes significativos en la historia de la psiquiatría, así como entre estos y las costumbres más ancestrales de la especie, como aquella del canibalismo ritual. Siguiendo con la propuesta, de qué manera sucede que alguien que sueña, por ejemplo, comer carne humana, revela un trauma muy profundo relacionado con el incesto, según sostienen algunos analistas del psiquismo neurótico. Ya se ve, por este ejemplo tan sencillo, cómo tienen razón algunos filósofos, como Jacques Derrida, cuando reclaman la existencia de un nuevo género científico, capaz de ocuparse de todas estas cosas.
Pero volviendo a la mera capacidad formativa de una mente libre; en esa dimensión, los cuentos populares son probablemente el único caso que se ha dado en la historia de la civilización de un modelo verdaderamente multicultural y válido todavía para un proyecto como el de Habermas, el del diálogo entre culturas basado en la propiedades del lenguaje oral. De eso también hablo en el último artículo de esta recopilación (el único inédito hasta ahora en castellano).
Sé también que muchas de estas últimas apreciaciones suelen sorprender, pues los cuentos tradicionales acarrean mala fama, como portadores de unos supuestos mensajes reaccionarios y “primitivos”. Nada más lejos de la verdad, cuando se les examina de cerca y sin apasionamientos ideológicos. En este libro encontrarán muchas páginas dedicadas a desmontar ese terco prejuicio, que sólo se debe a las versiones mutiladas, endulzadas o, peor aún, silenciadas en el repertorio burgués. Me conformaría con que al cabo de su lectura entendieran un poco mejor, como yo mismo he hecho, aquella aguda sentencia de Antonio Machado ( Juan de Mairena, XII), fingidamente irónica: “ Pensaba Mairena que el folklore era cultura viva y creadora de un pueblo de quien había mucho que aprender, para poder luego enseñar bien a las clases adineradas”.
Antonio Rodríguez Almodóvar.
Sevilla, Septiembre de 2004.